viernes, 3 de enero de 2014

Desengañaos, ni Google Glass ni la impresión en 3D cambiarán el mundo


Atentos los heraldos que anunciáis las bondades de la nueva economía, véase la economía digital, porque hay en la actualidad una corriente de pensamiento pesimista y aguafiestas que puede bajaros los humos. Vosotros defendéis que vivimos inmersos en un proceso superacelerado de innovación tecnológica que a medio plazo no puede traer más que crecimiento económico y bienestar. Pero hay quien piensa que el carácter poco trascendente de la innovación actual impedirá el despegue de un nuevo modelo productivo, como los que conocieron épocas pasadas.

El profesor Robert J. Gordon de la Northwestern University es uno de los defensores de esta visión desesperanzadora. Ha expuesto sus teorías en artículos, como Why Innovation Won´t Save Us (The Wall Street Journal), en documentos públicos de trabajo, Is U.S. Economic Growth Over? del National Bureau of Economic Research, y hasta en un libro, The American Standard of Living Since the Civil War (Princeton University Press).

Su tesis es tan simple como contundente: a pesar de la aparentemente elevada tasa de innovación que estamos experimentando en la actualidad, ésta no va a producir un nuevo modelo de crecimiento económico que dure décadas y décadas. A su juicio, los actuales productos de la innovación no implican ya grandes transformaciones económicas y productivas. Los efectos de la revolución digital ya han tenido lugar y los hemos dejado atrás.

Gordon razona que el modelo económico de crecimiento que conoció el siglo XX se gestó en torno a inventos y descubrimientos que tienen lugar entre 1875 y 1900. Se trata de aportaciones como la bómbilla eléctrica (1879) y el generador eléctrico (1882) de Edison o el primer motor de combustión interna de Karl Benz (1879), por citar unos pocos.

La revolución que trajeron consigo estos ingenios es espectacular y marca una diferencia abismal entre la vida en el siglo XIX y en el XX: luz eléctrica en las calles y en las casas, agua corriente en los hogares, nuevos tipos de transporte (automóvil, avión), mejora cualitativa de los sistemas de transporte existentes, automatización en las fábricas...

Tras la Segunda Guerra Mundial se produce otro salto importante en las sociedades avanzadas cuando muchos de los desarrollos tecnológicos realizados con fines bélicos se trasladan al sector civil: el motor a reacción, la energía nuclear o los materiales sintéticos, entre otros. Es un modelo que dura de 1945 hasta principios de la década de los setenta, cuando empieza a mostrar síntomas de agotamiento.

A juicio de Robert Gordon la revolución digital comienza en los años setenta, cuando los ordenadores comienzan a sustituir a la fuerza de trabajo humana y permiten que la economía (el hace referencia a EE.UU.) mantenga la tasa media de crecimiento del 2% como en todo el resto anterior del siglo.

Ya en los 60 la informática comienza a entrar en el sistema financiero y en los 70 las máquinas de escribir electrónicas con memoria permiten reducir el número de oficinistas; en los 80 llega el ordenador personal con el procesador de textos y la hoja de cálculo simplificando sobremanera el trabajo administrativo. Finalmente, en los 90 llega la era de Internet y aparecen empresas/productos/conceptos como Amazon (1994), Google (1998) y Wikipedia (2001).

Pero en opinión del profesor Gordon, desde 2002 toda la innovación no se ha orientado hacia las transformaciones sociales o económicas, sino hacia la miniaturización de los dispositivos, y pone el ejemplo del iPhone, que combina funciones de teléfono móvil y de ordenador portátil anteriores a 2002 en un cacharro enano.

Independientemente de que el autor exponga argumentos que pueden ser discutibles, hay que reconocer que su teoría es interesante. A veces cuando nos cuentan las excelencias de fenómenos como el wearable computing, las gafas de Google o la impresión en 3D, tenemos la impresión de que nos están describiendo juguetes para techies pijos, pero no tecnologías con capacidad de tirar de un sistema productivo. Pero claro, a ver quién es el valiente que se atreve a decir el primero que el emperador va en pelotas...

Robert Gordon prevé objeciones a su teoría, como que sí que se produce innovación de calado en el sector del cuidado de la salud. Por ejemplo, descubrimientos relacionados con el genoma humano. Pero afirma que a menudo esas técnicas no llegan a nada y fracasan antes de convertirse en un producto o tratamiento.

En el caso de la industria farmacéutica, cada vez es menor el retorno de la inversión de desarrollar nuevos medicamentos: el coste es muy elevado y el número de beneficiarios reducido. Si hablamos del cáncer, por ejemplo, por el amplio espectro de enfermedades distintas bajo el mismo paraguas con necesidades de tratamientos completamente diferentes.

También se argumentan los éxitos recientes con nuevas técnicas de prospección y extracción de petróleo y gas. En este caso Gordon no ve una fuente de crecimiento económico futuro sino la “suavización” del declive del modelo anterior. Durante décadas las economías desarrolladas han cargado con importantes sobrecostes en el consumo de combustibles fósiles y estas técnicas solamente vienen a abaratar algo sumamente gravoso, que en cualquier caso deberá ser sustituido como fuente principal de energía a medio plazo.

Las cifras que expone parecen confirmar sus ideas. Analizando las tasas de crecimiento de la productividad del trabajo de EE.UU. en distintos intervalos de tiempo seleccionados, comprobamos que el periodo 1891-1972 presenta una media del 2,33%, el de 1972 a 1996 1,38%, el de la época del despegue de Internet 1996-2004 un 2,46%, pero el de los años recientes 2004-2012 apenas 1,33%.

Resumiendo, el profesor Gordon nos sitúa en una época de allanamiento tecnológico, en el que se produce innovación, pero no de suficiente calidad como para poner en marcha un nuevo modelo de crecimiento productivo.


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